Aparecieron, dicen, gracias a un zapatero romano, al que
llamaban Pasquino; quien junto con sus amigos, gustaban de criticar en forma
picante el acontecer de la ciudad y a sus autoridades. Al morir el zapatero, la
fuerza de la costumbre hizo que esta crítica se fuera publicando en una columna
del frente de su casa. El pasquín se tornó universal y se lo encuentra en
diferentes épocas sin perder su esencia: mordaz, satírico, irónico...pero
siempre, dolorosamente incómodo para el individuo, institución o Gobierno a
quien estaba dirigido. En la moderna era en que nos ha tocado vivir,
encontramos por el mundo diferentes pasquines, con otros nombres; ya no
clavados en una columna, sino publicados en una pantalla o impresos en papel con
olorosa tinta. Aunque la palabra pasquín sea en algunos casos utilizada como
insulto o degradación, su naturaleza sigue siendo la misma; las mismas
cualidades que incomodan a quien por su posición o su poder se ha dejado
crecer... “una cola de paja”.
Emitir juicios a priori, destruir en un instante un nombre
construido por años ha pasado a ser un deporte universal en la época de las
redes sociales. Así, tanto para la etérea y amorfa calumnia como para el
perverso pasquín solo se requiere de un cobarde atrincherado en el anonimato y
de una audiencia dispuesta a acoger como cierto cualquier infundio. Pero, como
bien dice el hermoso poema de Rubén Darío, La Calumnia: “puede una gota de lodo
sobre un diamante caer; puede también de este modo su fulgor oscurecer; pero
aunque el diamante todo se encuentre de fango lleno, el valor que lo hace bueno
no perderá ni un instante, y ha de ser siempre diamante por más que lo manche
el cieno”.
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